

La diabetes se ha instalado como una de las grandes epidemias silenciosas de nuestro tiempo. No es solo una cuestión de glucosa: es una enfermedad crónica, progresiva y multisistémica, que avanza sin hacer ruido, dañando lentamente vasos sanguíneos, riñones, retina y nervios. Cada día de hiperglucemia sostenida es un día en que el cuerpo acumula cicatrices invisibles que, con el tiempo, se traducen en complicaciones que marcan la vida de las personas: infartos, accidentes cerebrovasculares, insuficiencia renal, amputaciones y ceguera. La magnitud del problema se refleja en cifras que no dejan de crecer, interpelando a los sistemas de salud y a la práctica médica cotidiana.
En Uruguay, el impacto es tangible: entre el 8 % y el 9,5 % de la población adulta vive con diabetes —diagnosticada o sin diagnosticar—, según datos de la Federación Internacional de Diabetes (IDF) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
Esto equivale a más de 200.000 uruguayos, una cifra que continúa en aumento y que obliga a redoblar esfuerzos en prevención, detección temprana y acceso equitativo a tratamientos.
En la consulta vemos a diario cómo este diagnóstico transforma rutinas, proyectos y hasta la manera de pensar de quienes lo reciben. Vivir con diabetes significa un ejercicio constante de disciplina: medir, registrar, calcular, ajustar, decidir qué comer y cuándo, planificar la actividad física, controlar medicación. Es una enfermedad que exige presencia permanente; no toma feriados ni vacaciones. Por eso, hablar de control no es hablar solo de medicamentos: es hablar de acompañamiento real, de educación continua y de una red de apoyo que sostenga en el tiempo.
Desde el rol médico, no alcanza con prescribir y citar controles. Controlar la diabetes es educar, motivar y sostener. La persona que tenemos enfrente trae temores, dudas y, muchas veces, cansancio. El trabajo médico debe ser clínico, sí, pero también humano: tender puentes, fortalecer la confianza, mostrar que un manejo efectivo es una posibilidad concreta, no una utopía. El acto médico en diabetes implica escucha activa, capacidad pedagógica y empatía, para que cada consulta se transforme en una oportunidad de empoderamiento.
El abordaje, además, debe ser integral e interdisciplinario. Médicos, nutricionistas, educadores en diabetes, psicólogos y enfermería conforman un equipo que, bien coordinado, cambia pronósticos. La evidencia demuestra que los programas estructurados de educación terapéutica mejoran la adherencia, reducen hospitalizaciones y prolongan la calidad de vida. Y el sistema de salud tiene un rol indelegable: garantizar acceso a insumos, medicación, tecnología y educación continua es tan decisivo como cualquier protocolo farmacológico. Sin equidad en el acceso, toda recomendación se vuelve una promesa vacía.
Hoy, más que nunca, no podemos resignarnos a las complicaciones como un destino inevitable. Cada consulta es una oportunidad de prevención; cada diálogo, un acto de salud pública. Controlar la diabetes es proteger visión, riñones y corazón. Es ganar años plenos de vida, evitando internaciones, cirugías y sufrimiento evitable. Es, en definitiva, una tarea que conjuga ciencia, política sanitaria y compromiso humano.
Porque la diabetes no solo pone a prueba la resistencia del cuerpo, también la capacidad de la sociedad de responder con organización, conocimiento y empatía. El desafío nos convoca a todos: profesionales, decisores de políticas y comunidad.


La diabetes no espera —
nosotros tampoco.


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