

En la antigua Grecia, Hubris era el pecado de la desmesura, la arrogancia que hacía a los hombres creerse dioses. Era, en definitiva, el exceso de orgullo y soberbia que terminaba atrayendo la ruina. Hoy, en la política moderna, ese mismo mal psicológico lleva el nombre de síndrome de Hubris, una patología del poder que afecta a líderes —de todos los partidos y colores— cuando la soberbia se impone al sentido común, y el ego personal reemplaza al bien colectivo.
El síndrome de Hubris no surge de la noche a la mañana. Se gesta en el poder prolongado, en el adulamiento constante, en la pérdida del sentido de realidad. Un político afectado por este trastorno comienza a convencerse de que tiene razón en todo, que sus decisiones no deben ser cuestionadas, que él —y solo él— puede salvar al país, al departamento o a la ciudad. Comienza a rodearse solo de quienes lo aplauden, y expulsa a quienes lo contradicen. La crítica se convierte en traición, y el debate en amenaza.
Las causas son múltiples, pero suelen compartir una raíz común: la falta de límites institucionales y de contrapesos políticos. Cuando un líder concentra demasiado poder o permanece demasiado tiempo en el cargo, el riesgo de que confunda sus intereses con los del pueblo es altísimo. No es casual que los regímenes más autoritarios del mundo estén liderados por figuras con claros síntomas de Hubris. Pero también en democracias consolidadas vemos esta distorsión: presidentes, intendentes, ministros o ediles que se creen iluminados, indispensables, elegidos por la historia.
Las consecuencias son devastadoras. Un político con síndrome de Hubris no solo gobierna mal, sino que destruye los puentes con la sociedad. Ignora los reclamos, se encierra en su círculo de poder, toma decisiones impulsivas o mesiánicas, y muchas veces termina abusando de los recursos públicos para mantenerse en el cargo. Confunde el aparato del Estado con su propiedad privada, y la política se degrada en propaganda personal.
Para mantenerse en el poder, recurren a todo tipo de estrategias: manipulan la información, utilizan fondos públicos con fines proselitistas, generan dependencia social a través del asistencialismo, o fomentan el miedo a la alternativa. En algunos casos más extremos, judicializan la política para perseguir adversarios o modifican las reglas del juego para eternizarse en el poder. Todo en nombre del “proyecto”, pero en realidad para alimentar un ego desbordado.
La sociedad, por su parte, paga el precio: pierde confianza en sus instituciones, se desilusiona de la política y termina atrapada entre el cinismo y la resignación. Porque cuando los políticos creen ser dioses, el pueblo termina por dejar de creer en todo.
Combatir el síndrome de Hubris es, por tanto, una responsabilidad colectiva. De los partidos políticos, que deben promover liderazgos sanos y renovar figuras. De los medios de comunicación, que no pueden ser cómplices del culto a la personalidad. Y de los ciudadanos, que deben saber reconocer a tiempo cuándo un gobernante deja de representar al pueblo para representar únicamente su propia imagen.
En política, el poder no es un fin: es una herramienta para servir. Cuando se olvida eso, cuando el poder se transforma en adicción, la democracia enferma. Y con ella, toda la sociedad.
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La enfermedad de un político. El Síndrome de Hubris
María del Carmen Calderón Berrocal. Dra. Historia. Ciencias y Técnicas
Historiográficas, Grupo Hum-340, Academia Andaluza de la Historia, UPO.
Máster Oficial en Prevención de Riesgos Laborales, Técnico Superior en PRL con
todas las especialidades: Ergonomía, Psicosociología, Seguridad en el Trabajo,
Higiene Industrial, OSHAS.
Realmente el Síndrome de Hubris es la enfermedad del poder, aunque hay que precisar que dicho síndrome que no está reconocido en el manual DSM-V de categorización de los trastornos mentales, sin embargo, sí está considerado como tal
patología o síndrome dentro de la psicopatología.
El poder puede acarrear a quienes lo ostentan una segura enfermedad que se da especialmente en las personas que ya de por sí son narcisistas, estamos ante el Síndrome de Hubris. Es cierto, en muchos casos, esa aseveración que frecuentemente hemos tenido oportunidad de escuchar: “el poder envenena y corrompe a las personas”. Pues sí,
entra en el organismo como si de asbestos se tratase y produce cáncer, pero cáncer moral.
El síndrome de Hubris viene a producir una patología en la personalidad, una patología en la psique de una persona, que será verdugo y víctima al mismo tiempo, esta afectación será más grave en orden directo a la soberbia que el personaje en cuestión pueda ostentar y a su grado de narcisismo.
Esta es la razón de que se limiten los cargos de presidencia en cualquier ámbito (político, empresarial, colegisl, etc.) a cuatro o cinco años, -aunque hay entidades que no contemplan esta limitación-, tratando de impedir que la reelección lleve a una persona a ostentar el cargo durante ocho años seguidos en casos de presidencia de gobierno, por ejemplo.
La exposición durante largo tiempo de un determinado individuo al poder y a la sensación de omnipotencia termina produciendo en él, sobre todo si va algo sobrado de sí mismo, el llamado Síndrome de Hubris.



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