
¿Y ahora quién carga con el fardo?
Una vez más, el Estado llega tarde, mal y a los empujones. El reciente cierre nocturno de la Plaza José Batlle y Ordóñez —la más emblemática de nuestra ciudad — vuelve a poner sobre la mesa una verdad incómoda: en Artigas, las reglas las siguen marcando los que hacen más ruido, literal y figuradamente.
La medida, impuesta a pedido de los vecinos que no pueden dormir por culpa de motos con escapes libres, música ensordecedora y conductas antisociales, es en realidad un reconocimiento tácito del fracaso de las autoridades. Porque lo que se anuncia como una solución transitoria es, en el fondo, una confesión de impotencia: como no podemos hacer cumplir la ley, mejor cerramos todo y que se arreglen los demás.
Esto no es nuevo. Hace años que en esta ciudad los más agresivos imponen sus propias reglas, mientras el vecino que madruga para trabajar, el comerciante que necesita vender hasta tarde, o la familia que quiere pasear en paz, sufren en silencio o terminan siendo perjudicados por las decisiones mal tomadas o directamente no tomadas.
El problema de fondo no es el ruido, ni los jóvenes, ni siquiera las motos. El problema es la renuncia constante del Estado a ejercer autoridad con equilibrio y firmeza. Es haber dejado que el descontrol nocturno se convirtiera en “normal”, y que cualquier intento de poner orden se vuelva polémico o conflictivo porque ya nadie cree que la ley sea para todos.
Las declaraciones de la comisaria Lady Fuques, encargada de prensa de la Jefatura, lo dejan claro. Habla de “acompañar” a los inspectores municipales, de “evaluar” horarios, de “planificar controles”. Pero el control ya debería estar en marcha hace años, y no como un operativo aislado, sino como una política sostenida de respeto al espacio público. Lo que se necesita no es planificación, es decisión.
Mientras tanto, los comerciantes de la zona ven cómo sus ingresos se reducen por medidas que en lugar de atacar a los infractores, penalizan al que trabaja. Y los vecinos, que durante años soportaron motos a escape libre a las tres de la mañana, ahora deben confiar en que el cierre de calles sea más efectivo que una patrulla, una multa o una intervención seria.
Lo cierto es que la ciudad se está quedando sin espacios seguros, sin confianza en la autoridad, y sin paciencia. Y eso es peligroso. Porque cuando la autoridad no se ejerce, alguien más la toma. Y en Artigas, desde hace rato, la autoridad la tienen los patoteros.
Los que se ríen de los inspectores. Los que aceleran sus motos en la cara de los vecinos. Los que prenden música como si fueran dueños del barrio. Y que, para colmo, se sienten impunes, porque muchas veces lo están.
La plaza cerrada por las noches es apenas un parche sobre una herida profunda. Una muestra más de que no hay un proyecto serio de convivencia urbana, ni voluntad real de aplicar las normas que ya existen. Porque no falta normativa; falta coraje político y capacidad de gestión.
Ya va siendo hora de que alguien recuerde que vivir en sociedad implica derechos, pero también deberes. Y que gobernar —a nivel municipal o policial— no es solamente responder a presiones o apagar incendios con comunicados, sino construir una ciudad más justa, más ordenada y más respetuosa del bien común.
Hasta entonces, ganarán los más ruidosos. Y el resto, seguirá aguantando.
¿Y ahora quién carga con el fardo?